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Medio siglo después del asesinato del presidente John Fitzgerald Kennedy

Por David North
30 Noviembre 2013

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Este comentario apareció originalmente en inglés el 22 de noviembre del 2013

Hace cincuenta años, el 22 de noviembre de 1963, John Fitzgerald Kennedy, el 35avo presidente de los Estados Unidos, fue asesinado mientras su caravana se abría paso a través de la Plaza Dealey en Dallas, Texas. Todos los individuos que en ese entonces tenían conciencia política se acuerdan dónde estaban cuando la noticia de los "tres disparos contra la caravana del presidente en Dallas" se difundió a través de los Estados Unidos y por todo el mundo. Medio siglo después, los acontecimientos traumáticos de ese viernes por la tarde y los días que le siguieron siguen impresos en la conciencia de millones de personas.

¿Cómo es posible que, 50 años después, la muerte de John F. Kennedy se haya conservado en la memoria histórica de los norteamericanos. De los presidentes asesinados (Kennedy fue el cuarto) se da por descontado que el de Abraham Lincoln en abril de 1865 vive en la conciencia nacional, casi 150 años después; fue uno de los acontecimientos más trágicos y traumáticos de la historia norteamericana. Lincoln, después de todo, sigue siendo el mejor de todos los presidentes. Se lo aprecia por dirigir a los Estados Unidos en una guerra civil que puso fin a la esclavitud. El lugar de Lincoln en la historia del país es único, y su asesinato es parte esencial de la experiencia histórica americana.

A los otros dos presidentes asesinados (James Garfield en 1881 y William McKinley en 1901) se los lamentó en su tiempo. Con el trajín del tiempo se los olvidó. ¿Cómo es que, entonces, el asesinato de Kennedy sigue en la reflexión nacional? Una razón obvia es que la muerte de Kennedy ocurre en la era de la televisión. Su asesinato fue captado en film, el asesinato de su presunto asesino, Lee Harvey Oswald, fue transmitido en directo por la televisión nacional. Casi toda la población vio el funeral del presidente. Las imágenes grabadas imparten a los acontecimientos de noviembre de 1963 una cercanía casi atemporal.

Existen causas más profundas que explican la imperecedera repercusión política de la muerte de Kennedy. La más evidente es que la inmensa mayoría del pueblo estadounidense nunca aceptó la versión oficial del Informe de la Comisión Warren: que el asesinato del presidente no había sido culpa de una gran conspiración política sino el acto solitario de Lee Harvey Oswald.

El pueblo estadounidense formó su propia opinión sin importar todos los esfuerzos de los medios de comunicación para desacreditar a los críticos de Informe Warren como "especuladores de conspiración". Desde el día de su publicación en 1964, el Informe Warren ha sido considerado un intento de encubrimiento de la verdad. Que fue eso no cabe duda. El propósito de la comisión y del documento que produjo fue tranquilizar a un público legítimamente sospechoso; fue por eso que el presidente Lyndon Johnson (quien le había confiado a sus asesores que sí creía que Kennedy había sido víctima de una conspiración) convocó la comisión.

Dada la naturaleza del grupo que integró la Comisión Warren, quedaban descartadas las investigaciones serias. Sus miembros incluían a custodios de alto nivel de los secretos de Estado tal como el ex director de la CIA Allen Dulles (que había sido despedido por Kennedy tras el desastre de la Bahía de Cochinos) y John J. McCloy, viejo amigo de Dulles, que había sido uno de los más influyentes y poderoso de los "sabios" encargados de la política exterior de Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial. McCloy jugó un papel clave persuadiendo a esos miembros de la Comisión Warren que dudaron de la teoría del pistolero solitario no hacer públicas sus objeciones y aceptar como unánime la conclusión de que Lee Harvey Oswald había sido el único asesino del presidente.

Uno de los miembros de la comisión, el congresista Hale Boggs, quien se convertiría en el líder de mayoría en la Cámara de Representantes, posteriormente reconoció que había dudado de la teoría de la "bala mágica" (que un sola bala atravesó primero el cuello del JFK, después el pecho y la muñeca de gobernador de Texas John Connally, acabando finalmente en su muslo). Boggs murió en octubre de 1972 cuando, aparentemente, su avión privado se estrelló en Alaska. Nunca fueron recuperados ni su cuerpo ni el avión.

Durante décadas, los defensores de la Comisión Warren han usado la frase "especulación de conspiración" para desacreditar todas las evidencias y razonamientos que ponen el dedo en el renglón de una causa política detrás del asesinato de un presidente estadounidense. Más bien, el asesinato tenía que ser visto como un evento insensato y sin significado, con ninguna relación ni conexión a realidades sociales y políticas estadounidenses. Bajo ninguna circunstancia era permisible que el asesinato fuera considerado como el sangriento final de conflictos y crisis internas, de algo muy siniestro que se pudre dentro del Estado norteamericano. Urgía soterrar esa noción formal y públicamente.

Estados Unidos es un país con muchos secretos oscuros. Puede darse el caso de que el pueblo estadounidense nunca sepa quién mató a Kennedy. Pero las causas más profundas de su muerte no son insondables. En un terrible instante el asesinato de Kennedy coloca a la sociedad estadounidense cara a cara con consecuencias imprevistas y explosivas de la interacción entre las malignas contradicciones sociales internas de los Estados Unidos, por un lado, y el reaccionario y siniestro papel americano de principal potencia imperialista del mundo después de la Segunda Guerra Mundial, por el otro.

John F. Kennedy llega a la Casa Blanca en enero de 1961, a 16 años del fin de la Segunda Guerra Mundial. En agosto de 1945, la administración Truman, adelantándose a la venidera confrontación con la Unión Soviética, tomó la decisión a sangre fría de lanzar bombas atómicas sobre dos ciudades japonesas, Hiroshima y Nagasaki, para demostrar la omnipotencia y la implacabilidad de los Estados Unidos. La bomba atómica fue un instrumento de necesidad política; no era necesidad militar.

Años después el historiador Gabriel Jackson escribía: "En las circunstancias específicas de agosto de 1945, el uso de la bomba atómica demostraba que un comandante en jefe psicológicamente muy normal y democráticamente electo podía usar la bomba como lo habría hecho el dictador nazi. Así borraba los Estados Unidos la diferencia entre el fascismo y la democracia a los ojos de todos los que consideraban que en la conducta de diferentes tipos de gobierno se podían notar distinciones morales." [Civilization and Barbarity in 20th-Century Europe (New York: Humanity Books, 1999), pp. 176-77].

Estados Unidos emergió de la guerra como la potencia capitalista dominante en el mundo. La Gran Bretaña estaba en quiebra a causa de la guerra. Su larga y humillante retirada de anteriores glorias imperialistas estaba muy avanzada y era imparable. El intento de la burguesía francesa de aferrarse a su imperio culminaría en desastres (primero en Vietnam y después en Argelia). La clase gobernante de Estados Unidos creyó que había llegado su momento. Consideraba que la combinación de su aparentemente ilimitado poder industrial, el papel hegemónico del dólar en el nuevo sistema monetario internacional, y ser el único poseedor de la bomba atómica garantizaría su dominio mundial en las próximas décadas. En un arranque de arrogancia, se atrevió a renombrar el siglo veinte como el "Siglo Norteamericano".

Pero cuando Kennedy asumió el poder, la corriente de la historia de posguerra ya había socavado mucho las ilusiones y la autoconfianza de la clase dirigente estadounidense. La marea de revolución antiimperialista había ascendido sin interrupción durante los previos 15 años. La revolución China había barrido con el régimen proimperialista de Chiang Kai shek. Los sueños que albergaban el general MacArthur y otros lunáticos del Pentágono y los sectores de la clase política (que Estados Unidos, a fuerza de las armas, podría hacer retroceder al gobierno chino e incluso al gobierno soviético) quedaron desechos en la catastrófica guerra de Corea; por lo que se abandona el plan de "retroceso" por el de "contención". Ese cambio no alteró el arrojo contrarrevolucionario del imperialismo yanqui.

En lugar de una confrontación militar directa con la URSS y China, la estrategia anticomunista de "contención" involucraba a Estados Unidos en una cadena sin fin de operaciones represivas antidemocráticas y de contrainsurgencia; acciones que tenían por objeto apoyar a los odiados regímenes que eran títeres de los Estados Unidos. Todo gobierno que a juicio de los Estados Unidos simpatizaba con el antiimperialismo, ni hablar del socialismo, se convertía en candidato de desestabilización y sus líderes se convertían en blancos de asesinato.

Se funda la Agencia Central de Inteligencia (CIA) durante la administración Truman en 1947. Comienza a funcionar bajo Eisenhower en la década de los 50s. Fue una década de golpes de Estado patrocinados por Estados Unidos (los más infames ocurrieron en Guatemala e Irán) y conspiraciones sin fin contra los regímenes que parecían amenazar los intereses globales de los Estados Unidos. Se establece lo que llega a ser llamado el "Estado de Seguridad Nacional" (en base a la alianza entre poderosos intereses de grandes empresas, bárbaras fuerzas armadas, y agencias de inteligencia altamente secretas). Éste adquiere dimensiones incompatibles con el mantenimiento de las formas tradicionales de la democracia dentro de los Estados Unidos. Apenas unos días antes de dejar el cargo, el presidente Eisenhower, quizás asustado por el monstruo que había ayudado a crear, pronunció un "discurso de despedida" televisado. Advirtió al pueblo estadounidense que el desarrollo de un "complejo militar e industrial" planteaba un inmenso peligro para la supervivencia de la democracia estadounidense.

El 20 de enero de 1961, en su discurso de toma del poder, Kennedy intentó ser muy audaz. El pasaje más rimbombante, proclama que la "antorcha ha pasado a una nueva generación de estadounidenses", que estarían listos para "pagar cualquier precio, sobrellevar cualquier carga, sufrir cualquier dificultad, apoyar a cualquier amigo y oponerse a cualquier enemigo" para defender los intereses globales de los Estados Unidos. Sin embargo, dejando de lado toda esa altisonancia, bien describía el discurso de Kennedy los desafíos que encaraba la élite gobernante. Una parte del discurso es más franca; advierte que si Estados Unidos "no logra ayudar a los muchos que son pobres, no podrá salvar a los pocos que son ricos."

El discurso de Kennedy tuvo el propósito de conciliar, mediante la retórica, las pretensiones democráticas de los Estados Unidos con los imperativos del imperialismo estadounidense. Éstas habían sido gravemente desacreditadas ante los ojos del mundo por el macartismo (la represión de la era del senador McCarthy) y por la continua y brutal negación de los derechos civiles básicos para ciudadanos afroamericanos. La gimnasia retórica de ese y otros discursos se convirtió en la estampa pública de la administración Kennedy.

Pero la realidad que escondían esas aguas mansas era mucho más sucia. A los tres meses de su toma del poder, Kennedy aprueba invadir a Cuba con un ejército contrarrevolucionario anticastrista que la CIA había creado. El nuevo presidente recibe garantías de que los invasores serían recibidos como libertadores cuando llegaran a Cuba. Bien sabía la CIA que el pueblo cubano no se levantaría en apoyo a la invasión. Estaba convencida de que Kennedy, con la invasión en marcha, se vería forzado a comprometer las fuerzas armadas estadounidenses para evitar la derrota de esa operación patrocinada por Estados Unidos. Sin embargo, Kennedy, temiendo la represalia soviética sobre Berlín, se negó a intervenir para respaldar a los mercenarios anticastristas. La invasión fue derrotada en menos de 72 horas y se capturaron más de 1,000 mercenarios. La CIA nunca perdonó a Kennedy por esa "traición".

Aunque con toda probabilidad el fracaso de la invasión de Bahía de Cochinos le dio a Kennedy un merecido escarmiento (su enojo por el falso sentido de seguridad que le habían dado los militares y la CIA nunca fue un secreto), la derrota de abril de 1961 no melló la determinación de Kennedy de llevar a cabo operaciones contrainsurgentes. Su fascinación (y la de su hermano Robert) con planes de asesinatos, en particular contra Castro, ha sido ampliamente documentada. Con el tiempo, estos complots requerirían de la contratación de gángsteres de la mafia, obligando a la administración Kennedy a mantener relaciones autodestructivas con el mundo del hampa.

En el ámbito interno de los Estados Unidos durante el gobierno de Kennedy ya se hacían evidentes las tensiones sociales que estallarían en la misma década de los años 60s. Los gobiernos estatales reaccionaron con violencia contra la determinación de los afroamericanos a ejercer sus derechos civiles y se negaron a acatar el fallo de la Corte Suprema en el caso Brown vs. La Junta de Educación en 1954 de integrar sus escuelas y universidades. Por otra parte, a pesar de la implacable propaganda anticomunista del Estado y de los medios de comunicación, propaganda que contaba con el espaldarazo de las burocracias sindicales, la clase trabajadora seguía luchando por mejoras sustanciales en los niveles de vida y beneficios sociales. Kennedy, quien se tachaba de representante de la tradición reformista del New Deal, propuso un paquete de leyes que, después de su asesinato, resultó en la ley de Medicare (que le da, a los jubilados, el derecho a ciertos cuidados médicos más o menos gratuitos).

En el último año de su presidencia, se hicieron más intensas las divisiones políticas dentro de la clase dominante sobre temas críticos de política internacional. Los jefes del Estado Mayor de las FFAA rechazaron la decisión de Kennedy de evitar una invasión de Cuba durante la crisis de los misiles soviéticos en octubre de 1962. A raíz de la resolución de esa terrible crisis (crisis que había llevado a los Estados Unidos y la Unión Soviética al borde de la guerra nuclear) Kennedy negoció y consiguió la aprobación del Tratado de Prohibición Parcial de Ensayos Nucleares (5 de agosto de 1963; Kennedy lo firmó el 7 de octubre de ese año).

De ninguna manera significaron estas medidas el abandono por parte de Kennedy de la estrategia de guerra fría. De hecho, los últimos tres meses de su presidencia estuvieron ligados al problema preocupante de la crisis en Vietnam, que se hacía más intensa. Aunque no es posible determinar qué curso Kennedy habría elegido en Vietnam de haber vivido, la crónica histórica desmiente la noción de que el presidente favorecía el repliegue de las fuerzas estadounidenses. Kennedy había autorizado el golpe de estado contra el presidente Diem, de Vietnam del Sur; cosa que resultó en el asesinato de este último el 1ro de noviembre de 1963. El objetivo del golpe tenía el propósito de establecer un nuevo régimen anticomunista que combatiera contra el Frente de Liberación Nacional con más eficacia que Diem. Tres semanas después, Kennedy es asesinado en Dallas.

El asesinato del presidente Kennedy marcó un cambio de dirección fundamental en la historia moderna de los Estados Unidos. En 1913, medio siglo antes de la muerte de Kennedy, Woodrow Wilson tomó el poder como 28avo presidente. En 1917, durante el mandato de Wilson, Estados Unidos, se envuelve en la Primera Guerra Mundial con la hipócrita promesa de "hacer que el mundo sea un lugar seguro para la democracia". Lo que contenía ese eslogan de Wilson era la promesa de una democracia mundial. Estados Unidos, por primera vez, emerge de la guerra como la principal potencia imperialista. Esa posición se consolida durante la presidencia de Franklin D. Roosevelt (1933-1945). Roosevelt se esforzó en preservar una base popular para el capitalismo dentro de los Estados Unidos a través de las reformas sociales del New Deal, reformas que hicieron posible que la administración Roosevelt justificara su participación en la Segunda Guerra Mundial como una lucha por la democracia contra el fascismo.

Esa época se acaba con Kennedy. De manera significativa, Kennedy había llegado a la presidencia en el preciso momento en que los economistas comenzaban a notar los primeros signos de importancia de la erosión de la posición mundial del capitalismo estadounidense. Primero se recuperó de los estragos de la Segunda Guerra Mundial el capitalismo europeo y luego el japonés, disputando ambos la supremacía económica de Estados Unidos. Apenas ocho años después del asesinato de Kennedy, cambios dramáticos en la balanza del comercio exterior y balanza de pagos provocaron el colapso del acuerdo de finanzas internacionales de Bretton Woods (en base a la convertibilidad entre el dólar y el oro). Estados Unidos entraba definitivamente en un periodo de prolongado declive.

John F. Kennedy fue el último presidente capaz de vincular su gobierno con las tradiciones democráticas de los Estados Unidos, en la mente del público. Pero la marcha imperialista ya había desgastado los fundamentos políticos y morales de su presidencia. Por más sinceros que fueran los ideales democráticos y las aspiraciones populares, Estados Unidos había participado en la Segunda Guerra Mundial con el objeto de defender los intereses globales del capitalismo estadounidense. En los años de la posguerra, el imperialismo yanqui tomó medidas cada vez más criminales. El abismo entre la verborragia democrática y la realidad brutal estadounidense ya era imposible de franquear, fuera o dentro de las fronteras del país. Los partidarios de Kennedy, sobre todo después del asesinato, comenzaron a comparar a su gobierno con la mitología utópica del castillo de "Camelot". Una imagen más apta sería la de "una mentira brillante y resplandeciente".

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