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¿Por qué llora el imperialismo a Mandela?

Por Bill Van Auken
09 Diciembre 2013

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Este artículo de perspectiva política se publicó en inglés el 7 de diciembre del 2013

La muerte de Nelson Mandela a los 95 años de edad es la ocasión de un torrente de luto oficial, sin precedentes.

No cabe ninguna duda que el proletariado de Sudáfrica y de todo el mundo en estos días rinde un homenaje genuino a ese líder del Congreso Nacional Africano (African National Congress, ANC) por su valentía y por su capacidad de sacrificio. Aprovecha la ocasión para homenajear también a las miles de personas que perdieron sus vidas y sus libertades durante largos años de clandestinidad, persecución y reclusión bajo el tan odiado régimen del apartheid.

Cuando ahora, y a través del mundo, se apresuran a llorarlo los gobiernos capitalistas y los medios de comunicación, controlados por las corporaciones, lo hacen por otras razones; entre los que declaran sus pésames hay jefes de Estado que habían apoyado el régimen del apartheid de Sudáfrica y que habían prestado sus servicios hace 50 años para capturar y encarcelar a Mandela por "terrorista".

Barack Obama, el presidente americano que en la actualidad gobierna sobre los horrores de Guantánamo y sobre un sistema penitenciario con más de 1.5 millones de presos en los EE. UU., acaba de publicar una declaración en la que dice ser "uno de los incontables millones que se inspiraron" en el hombre que pasó 27 años en la prisión de Robben Island.

El primer ministro británico, David Cameron, lider del derechista Partido Tory, mandó a izar la bandera inglesa a media asta delante de su residencia en Londres [10 Downing Street]. Cameron proclamó a Mandela como "una figura monumental en nuestro tiempo, una leyenda en la vida y ahora en la muerte, un verdadero héroe global".

Multimillonarios como Michael Bloomberg, quien ordenó que las banderas de Nueva York ondearan a media asta, y Bill Gates se vieron obligados a hacer respectivas declaraciones.

Lo más notorio de esas santurronerías que nos ofrecen los medios de comunicación con motivo de la muerte de Mandela es el mecanismo con que se convierte a ese hombre (cuya vida estuvo íntimamente ligada a la historia y la política de Sudáfrica) en una efigie apolítica, en un santo de yeso, en representación de alguien “guiado no por el odio, sino por el amor" [Obama].

¿Qué es lo que los oligarcas capitalistas en un país tras otro realmente lloran? Obviamente no es la voluntad y poder de resistencia de Mandela contra un sistema opresivo; atributos que el gran capital ha demostrado una y otra vez estar dispuesto a castigar con penas de prisión y a asesinar con misiles de aviones drones.

La respuesta se encuentra tanto en el agarre de la actual crisis social y política sobre Sudáfrica, como en el papel histórico que jugó Mandela para resguardar los intereses capitalistas en ese país cuando la sociedad explotaba.

Justo un día antes de la muerte de Mandela, salió el informe anual del Instituto para la Justicia y la Reconciliación de Sudáfrica; un informe de gran significancia ya que demuestra que la mayor parte de todos los encuestados por el Instituto piensa que la desigualdad de clase es de enorme importancia en la sociedad sudafricana. Mientras que el 14.6 por ciento cree que las diferencias raciales constituyen el mayor obstáculo para la reconciliación nacional, el doble ( 27.9 por ciento) considera que el problema consiste en la desigualdad de clase.

A dos décadas del fin del sistema de la opresión racial legal del apartheid, la cuestión de la lucha de clases ha pasado a la primera plana en Sudáfrica, como lo demuestran las batallas enormes y heroicas de los mineros y de los otros sectores de la clase obrera que han entrado en conflicto directo contra el Congreso Nacional Africano.

La masacre del 16 de agosto del 2012, donde murieron 34 mineros en huelga en la mina de platino de Lonmin, en Marikana, fue la manifestación más grave de esas erupciones. Sus sangrientas imágenes hacen recordar los peores episodios de represión de la época del apartheid en Sharpeville y Soweto. La diferencia es que esta vez fue el mismo ANC en el gobierno, en alianza con la federación sindical COSATU, que organizó la carnicería de los mineros.

Sudáfrica es el país con más desigualdad social en el mundo. Desde que Mandela salió de la prisión en 1990 ha aumentado la brecha de la riqueza entre los ricos y el resto de la población; el número de sudafricanos pobres es mucho mayor que en 1990. El décimo más alto de la población recibe el 60 por ciento de los ingresos anuales del país. El 50 por ciento más pobre vive bajo el umbral de la pobreza. Este grupo recibe menos del 8 por ciento del ingreso nacional. Al menos 20 millones carecen de empleo, incluyendo más de la mitad de los obreros jóvenes.

Mientras tanto, bajo el manto de programas como "Desarrollo Económico Negro” (Black Economic Empowerment), se ha hecho rica una delgada capa de negros ex dirigentes del ANC, dirigentes sindicales y hombres de pequeños negocios. Su dinero proviene de su integración a la gerencia de empresas, a especulación en la bolsa, y a beneficiarse de contratos del gobierno. A eso se debe la opinión popular de que los gobiernos de la ANC que siguieron al de Mandela, bajo Thabo Mbeki y ahora bajo Jacob Zuma, son corruptos testaferros de los adinerados grupos de poder.

Mandela, aunque con el correr del tiempo disminuía su participación en la vida política del país, sirvió de fachada para el ANC, que cotizaba su historia de sacrificio y su imagen de humilde dignidad para disimular sus corruptos negociados. Con sus hijos y nietos empleados en unas 200 empresas privadas se da por descontado que Mandela y su familia acumularon millones, detrás de la fachada, claro está.

El diario neoyorquino New York Times publicó un artículo el viernes bajo el título preocupado, "La muerte de Mandela deja a Sudáfrica sin su brújula moral." Claramente, hay temores de que la muerte de Mandela más despojará a la ANC de la poca credibilidad que le queda. Así se abriría la puerta a la intensificación de la lucha de clases.

La preocupación de los gobiernos capitalistas y de la oligarquía empresaria sobre las repercusiones de la muerte de Mandela para la crisis actual en Sudáfrica va mano a mano con los favores recibidos del ex presidente y líder del ANC. A mediados de la década de 1980, cuando la clase gobernante de Sudáfrica negociaba con Mandela y el ANC para poner fin al apartheid, el país se encontraba en una profunda crisis económica y se tambaleaba al borde de la guerra civil. Habiendo perdido el control de los barrios obreros negros, el gobierno se vio obligado a imponer el estado de emergencia.

Las corporaciones mineras internacionales y sudafricanas, los bancos y otras empresas, junto con los elementos más conscientes dentro del régimen del apartheid, reconocieron que sólo el ANC ( y Mandela, en particular) era capaz de sofocar un levantamiento revolucionario. Se libró a Mandela de la prisión hace 23 años con ese propósito.

Por consiguiente, el ANC puso manos a la obra de contener las batallas populares, que ni controlaba ni deseaba. Para eso se valió del prestigio que había adquirido a través de su asociación con la lucha armada, y de su retórica socialista. Subordinó las luchas a un acuerdo que preservaba la riqueza y la propiedad de las corporaciones internacionales y la de los gobernantes capitalistas blancos del país.

Antes de asumir el mando, Mandela y el ANC abandonaron gran parte del programa de ese movimiento, especialmente todo lo relacionado a hacer públicas la propiedad de los bancos, las minas y las grandes industrias. Firmaron una carta secreta con el Fondo Monetario Internacional comprometiéndose a poner en práctica medidas de libre empresa. El acuerdo incluía tijeretazos al presupuesto fiscal, la imposión de altas tasas de interés y el desmantelar todas las barreras a la penetración del capital internacional.

Con esa transformación, Mandela lograba una esperanza que había expresado casi cuatro décadas antes cuando escribió que la promulgación del programa de la ANC significaría : "Por primera vez en la historia de este país, que la burguesía no europea tendrá la oportunidad de tomar posesión de los ingenios y las fábricas; el comercio y la empresa privada entrarán en el esplendor y prosperaran como nunca lo habían hecho antes".

Este nuevo “esplendor" vino a un alto precio: la explotación intensificada de los trabajadores sudafricanos, mientras aumentaban las ganancias de las empresas mineras transnacionales y de los bancos, y se creaba una capa de negros multimillonarios.

El ANC resultó no ser la única organización que siguió ese camino ignominioso. Durante el mismo período, casi todos los supuestos movimientos de liberación nacional, desde la Organización de Liberación de Palestina al movimiento sandinista, siguieron la misma política; hicieron las paces con el imperialismo y obtuvieron riquezas y privilegios para un estrato favorecido.

En este contexto, la muerte de Mandela recalca que no existe otro camino a seguir para la clase obrera en el sur de África (y de hecho, en todo el mundo) aparte de la lucha de clases y la revolución socialista.

Un nuevo partido debe construirse, fundado en la Teoría de la Revolución Permanente elaborada por León Trotsky, teoría que nos enseña que en países como Sudáfrica, la burguesía nacional, subordinada al imperialismo y temerosa de la revolución desde abajo, es incapaz de resolver la misión democrática social fundamental que encaran las masas. Esta misión sólo se puede cumplir cuando la clase obrera tome el poder con sus propias manos y derroque el capitalismo, como parte de la lucha internacional para acabar con el imperialismo y establecer el socialismo a través del mundo.

 



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