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Guerras de divisas y contradicciones del capitalismo

Por Nick Beams
9 Octubre 2010

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Los conflictos entre divisas que estallaron la semana pasada entre Estados Unidos, China y Japón evidencian profundas contradicciones en el corazón mismo de la economía capitalista mundial.

Hace tiempo que las disputas entre Estados Unidos y China por el tipo de cambio dólar-renminbi han alimentado las tensiones monetarias internacionales, pero el miércoles pasado el conflicto adquirió una nueva dimensión cuando el gobierno japonés intervino en los mercados de divisas. Las autoridades monetarias del Japón gastaron más de $23.000 millones de dólares para que el valor del yen bajara 3% con respecto al dólar estadounidense.

La relevancia de la intervención no solamente radica en su magnitud, sino en que el gobierno japonés actuara de manera unilateral. Este hecho despertó las críticas de las autoridades europeas, que señalaron: "Las medidas unilaterales no son la vía para lidiar con desequilibrios globales", y suscitó la condena de Chris Dodd, presidente de Comité de Banca del Senado estadounidense, quien afirmó: "La intervención viola los acuerdos internacionales". Cabe notar que, pese a ello, el gobierno de Obama, que ve en Japón un aliado en su conflicto con China, no hizo comentario alguno.

Las tensiones entre Estados Unidos y China volvieron a adquirir protagonismo la semana pasada cuando Timothy Geithner, Secretario del Tesoro de Estados Unidos, en una comparecencia ante el Congreso, pidió que China permitiera a su moneda aumentar de valor con mayor rapidez frente al dólar. Afirmó que el gobierno estadounidense estaba "analizando la importante cuestión de qué combinación de herramientas, al alcance de Estados Unidos y también conforme a enfoques multilaterales, podrían ayudar a las autoridades chinas a tomar medidas más rápidas". Tal como lo señaló Robert Reich, ex Secretario del Trabajo de Clinton, el mensaje concreto que hay detrás de esas declaraciones es: "Estamos a punto de amenazarlos con sanciones comerciales". También se comentó que el conflicto entre divisas significaba que el mundo se había acercado aún más al tipo de guerra comercial que marcó la década de los treinta.

La fuente inmediata de antagonismos es la campaña de las grandes potencias capitalistas por contrarrestar los efectos del estancamiento de la economía mundial mediante la expansión de sus exportaciones. El gobierno de Obama desea un dólar más bajo para inyectar competitividad a la industria estadounidense, pero las autoridades chinas temen que un alza demasiado rápida del renminbi golpee a las empresas manufactureras que operan con bajos márgenes de ganancia, lo que fomentaría el desempleo y echaría leña al fuego de las tensiones sociales. Los exportadores japoneses argumentan no poder operar con rentabilidad mientras el tipo de cambio yen-dólar se mantenga en los niveles de la década de los ochenta e insisten en que debería situarse en alrededor de 95 yenes por dólar. Las potencias europeas, particularmente Alemania, cuyas exportaciones representan alrededor de 40% del PIB, quieren mantener el valor del euro en torno al $1,30, en lugar del $1,50 que alcanzó el año pasado.

Si bien estos conflictos se exacerban debido a la situación económica inmediata en el mundo, su relevancia histórica es profunda, ya que constituyen una de las evidencias de la contradicción irresoluble que habita el corazón mismo del sistema capitalista: la que se establece entre la economía global y la división del mundo en Estados-nación rivales.

Todo país capitalista tiene su propia moneda, respaldada por el poder del Estado al interior de sus fronteras; pero ninguna moneda constituye en o por sí misma lo que se denomina dinero mundial. En todo caso, para que el sistema capitalista funcione debe haber un medio de pago internacionalmente reconocido.

Al principio, el oro y otros metales preciosos cumplieron esa función, pero la expansión de la economía capitalista, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XIX, hizo que la base del sistema monetario fuera cada vez más restrictiva y tuviera que buscarse un mecanismo que sustituyera a los metales. El auge de Gran Bretaña como potencia económica dominante la dotó de los medios para lograrlo.

Si bien el oro siguió siendo la base oficial del sistema monetario mundial, en la práctica la economía operó cada vez más en función del patrón libra esterlina. Como reflejo del poder de la economía británica y su sistema financiero, en gran medida gracias a la enorme cantidad de recursos extraídos de la India y otras partes del Imperio Británico, la libra esterlina funcionaba como dinero mundial.

Sin embargo, la situación cambió radicalmente después de la Primera Guerra Mundial. Gran Bretaña resultó victoriosa, pero había sufrido un deterioro económico considerable en comparación con sus adversarios. Además, para pagar los costos de la guerra se había retirado del patrón oro, es decir, la libra ya no tenía tanto valor como este metal.

El intento del gobierno británico por restaurar el patrón oro en 1925 se vino abajo en 1931 cuando, en medio de una crisis bancaria en Europa, se devaluó la libra. En el resto de aquella década la economía mundial se vio envuelta en la Gran Depresión y el mercado mundial se fragmentó, dando paso a bloques económicos rivales que acabarían por iniciar el conflicto armado en 1939.

El Acuerdo de Bretton Woods de 1944, según el cual el dólar estadounidense quedaba atado al oro con un tipo de cambio de $35 por onza, tenía por objetivo establecer un sistema monetario mundial sin el que la economía global habría vuelto rápidamente a las condiciones de la década de los treinta.

Este acuerdo, en el que el dólar estadounidense, en virtud del aplastante dominio económico del capitalismo estadounidense, funcionaba de hecho como dinero mundial, desempeñó un papel decisivo en la restauración del comercio y los flujos de inversiones en el globo. Sin embargo, el sistema de Bretton Woods se fundaba en una contradicción: para mantener la liquidez internacional se requería de un flujo constante de dólares desde Estados Unidos al resto del mundo, pero esa salida de capitales minó la relación entre el dólar y el oro a medida que los dólares que circulaban en la economía mundial superaron con creces el oro en manos del Tesoro estadounidense.

La brecha entre el dólar y el oro se abrió más y más en la década de los sesenta, hasta que el 15 de agosto de 1971 el presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, declaró que en adelante no sería posible cambiar el dólar por oro. Al poner fin al sistema de Bretton Woods, la capacidad del dólar estadounidense de seguir funcionando como dinero mundial dependió de la solidez de la economía de ese país y la de sus mercados financieros... pero esa solidez ha venido declinando continuamente.

Hacia fines de la década de los ochenta, Estados Unidos había dejado de ser el principal prestamista del planeta para convertirse en el principal deudor, al depender de los flujos de capital provenientes del resto del mundo. Esta entrada de dinero disfrazaba, hasta cierto punto, la descomposición y el deterioro del sistema financiero estadounidense, pero la verdad habría de salir a la luz cada cierto tiempo a través de una serie de crisis, empezando por la caída de la bolsa en 1987 y con distintos episodios en la década de los noventa: la crisis de los bonos en 1994, el colapso de la firma de gestión de fondos de cobertura Long Term Capital Management en 1998 y la denominada "crisis de las puntocom" entre 2000 y 2001, para culminar con la debacle desatada por el colapso de Lehman Brothers el 15 de septiembre de 2008.

La subsiguiente crisis financiera internacional y los conflictos entre divisas apuntan hacia la intensificación de la contradicción entre la economía mundial y el sistema del Estado-nación. Para funcionar, la economía capitalista global requiere de una divisa de reserva (dinero mundial) que sea estable; pero el dólar estadounidense se muestra cada vez menos capaz de desempeñar ese papel. Tampoco hay otra divisa (ni el euro ni el yen ni el renminbi) que esté en posibilidades de sustituirlo.

La creciente falta de confianza en todas las divisas se refleja en el aumento del precio del oro, que constantemente alcanza nuevos récords. No obstante, volver al patrón oro tampoco es factible, ya que se produciría una contracción masiva del crédito y la economía mundial se sumiría en una depresión equiparable o peor que la de los años treinta.

En medio de un caos en ascenso, se ha propuesto la posibilidad de que las principales potencias lleguen a algún tipo de pacto similar al Acuerdo Plaza de 1985 que propició la disminución concertada y organizada del valor del dólar estadounidense. Sin embargo, basta con ponderar las diferencias entre la situación de 1985 y la actual para ver por qué ese proyecto es inviable. Hace 25 años Estados Unidos todavía tenía la hegemonía económica y las economías atlánticas constituían el centro principal de crecimiento en el globo. Las cosas han cambiado: Estados Unidos está en declive económico y el centro económico de gravedad transita rápidamente al este.

Sin duda la crisis de las divisas recorrerá muchos vericuetos en los tiempos por venir, pero la lógica general del proceso está clara. La economía mundial se atomizará cada vez más y dará lugar a bloques regionales y de divisas rivales, y el fantasma del conflicto armado amenazará de nuevo.

La única manera de evitar este desastre es luchar por el programa del internacionalismo socialista: derrocar al sistema de obtención de ganancias y al sistema del Estado-nación en el que se fundamenta, y establecer una economía mundial racionalmente planificada.

Traducido del inglés para Rebelión
por Atenea Acevedo

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