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Vida política de los Estados Unidos 227 años después de la Declaración de Independencia

Por el Comité de Redacción
14 Julio 2003

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Al celebrar el aniversario de su revolución fundadora, los Estados Unidos se encuentra en una situación en que la vida política del país ha comenzado a paralizarse. Las crisis tambalean las bases económicas y sociales.

De acuerdo a un informe de noticias, a pesar de las banderas ondulando en el aire y la retórica patriótica, las celebraciones del 4 de julio están siendo reducidas por todo el país; enormes déficits en los presupuestos gubernamentales de los estados y las municipalidades han forzado a los funcionarios ha reconsiderar los gastos para los fuegos artificiales.

Además, las celebraciones oficiales del Día de Independencia de los Estados Unidos—comienzo de la lucha para romper el dominio colonialista—suenan huecas cuando se considera que Washington participa en la ocupación colonial de Irak que resulta en bajas diarias para Estados Unidos e Irak. Las inquietudes acerca esta hazaña aumentan por día, perno no pueden expresarse a través del sistema política actual.

El 4 de Julio es ocasión adecuada para reflejar seriamente sobre el estado de la vida política en los Estados Unidos. Este día marca la aceptación de la Declaración de Independencia, documento que le dio significado a la lucha anti colonialista que había surgido durante la década anterior y proclamado el nacimiento de una nueva nación.

Durante su época, los hombres que autorizan y firman este documento son iconoclastas extraordinarios; hombres de gran coraje. La declaración que producen proclama profundos principios democráticos, las verdades "auto evidentes" que "todos los hombres son creados iguales", dotados con "derechos inajenables", entre los cuales se encuentra el derecho a derrocar, por medio de revolución, todo gobierno despótico y que no sea representativo.

El documento, que dibuja en detalle los abusos de la monarquía británica, se lee en voz alta en las plazas de las ciudades y los pueblos. Se le muestra en lugares públicos. Pronto se hace famoso entre amplios sectores de la población. Thomas Paine publica su famoso panfleto—"El sentido común"—ese mismo año; éste critica ferozmente a la monarquía y aboga por la revolución contra la opresión colonial. El panfleto vende medio millón de ejemplares en un país con menos de tres millones de habitantes.

A pesar de sus límites, la revolución burguesa de 1776 es verdaderamente un acontecimiento mundial transcendental y profundamente liberador en el que amplias masas del pueblo estadounidense participan.

Hoy vale la pena preguntarnos: ¿Cuál es el estado de la vida política de los Estados Unidos luego de 227 años? Hasta un análisis casual de la situación actual revela lo siguiente: la disminución espantosa de la participación del pueblo en la política y una caída aún más estrepitosa en el calibre de sus dirigentes políticos.

Ninguno de los temas de importancia crítica a los que se enfrenta el pueblo estadounidense puede debatirse amplia y públicamente: ni la guerra que—dos meses después del presidente declararla acabada—cada día se torna más sangrienta; ni la tasa de desempleo que casi llega al 6.5%; ni la crisis del sistema de la salud; ni la escasez de pensiones para la gran mayoría de los jubilados.

La Cámara de Diputados, controlada por los Republicanos, la semana pasada silenciosamente liquidó dos resoluciones que buscaban ampliar la investigación congresista del gobierno de Bush referente al espionaje posiblemente falsificado que resultó en una guerra no provocada e ilícita contra Irak.

Los dirigentes Demócratas no levantaron la menor protesta contra la negativa de hacer un estudio más profundo de esta situación. La diputada Jane Harman (representante del estado de California), Demócrata de antigüedad en el Comité Sobre Asuntos de Espionaje de la cámara, admitió que se había opuesto a esta movida porque le preocupaba que interfiriera con la investigación ‘bipartita' para averiguar si el presidente le mintió al Congreso y al pueblo de los Estados Unidos. Es casi seguro que los resultados se quedarán en varias audiencias cerradas al público, seguidas por el típico encubrimiento y exoneración oficial.

Tan osificado y controlado está el sistema político de los Estados Unidos que hace que Gran Bretaña parezca una democracia en plena flor. El Comité del Parlamento Británico que dirige los asuntos exteriores ya ha conducido diligencias, con testimonio y evidencia, acerca de si el Primer Ministro, el laborista Tony Blair, mintió para adelantar la guerra contra Irak. El mismo Blair se encuentra bajo presión para prestar testimonio.

El método de Washington para explorar lo que quizás sea el tema político más explosivo de la actualidad es sintomático de un sistema político que, desde todo punto práctico, ha dejado de existir.

No es que el sistema bipartito en existencia no ofrezca ninguna alternativa a la política social y militar rapaz del gobierno de Bush. Es que el pueblo estadounidense se enfrenta a graves problemas, pero toda la estructura política oficial y los órganos de prensa excluyen casi todo debate sobre los temas importantes y los intereses creados.

La belicosa derecha Republicana, que goza del respaldo de sectores influenciales de la oligarquía financiera, considera que todo es tabú político y el Partido Demócrata lo acepta todo cobardemente. Por otro lado, los órganos de prensa se dedican a servir de voceros de la Casa Blanca y el Pentágono y envenenan las ondas transmisoras con distracciones: homicidios sensacionales, secuestros y un desfile sin fin de historias de "interés humano" que quieren hacer pasar como noticias. En fin, cualquier cosa que osifique la opinión pública.

La lista de "temas prohibidos" ha crecido continuamente desde que el gobierno de Bush llegara al poder. Tenemos en primer lugar la ilegalidad de la presidencia de Bush misma. Aunque fue instalado por medio de la supresión de votos y el mandato judicial, la situación—un presidente de los estados Unidos que no fue elegido—es aparentemente un tema del cual no se puede hablar en público.

Y también tenemos los ataques terroristas del 11 de septiembre en Nueva York y en Washington, que se supone son la razón para las medidas arrolladoras que el gobierno de Bush ha puesto en práctica para reducir los derechos democráticos del país y lanzar agresiones militares sin precedente en el exterior. Mientras Bush continua y fraudulentamente invoca las trágicas muertes que resultaron de estos ataques para justificar su política, su gobierno busca la manera de encubrir no sólo información esencial relacionada con los sucedió aquel día, sino sus propias acciones durante los meses antes de los ataques.

La prensa cuidadosamente ignora la labor de llamada comisión independiente que se supone investigue los ataques.

No existe ningún debate acerca de la enorme corrupción en los niveles más altos de las empresas estadounidenses y del mundo de las finanzas, ni de los íntimos vínculos que existen entre el gobierno de Bush y los acusados—desde Kenneth Lay, de la Enron, a Cheney, de Halliburton—que participaron en estafas criminales que borró del mapa a miles de empleos y los ahorros de por vida de cientos de miles de trabajadores.

Ni la prensa ni los políticos casi mencionan las agresiones fundamentales contra los derechos democráticos. El mes pasado, Bush clausuró las diligencias jurídicas contra un hombre a quien se le había imputado los cargos de cometer fraude con tarjeta de crédito. Lo declaró "combatiente enemigo" y lo encarceló indefinidamente en un calabozo militar sin presentarle la lectura de cargos, sin enjuiciarlo, y quitándole el derecho a un abogado.

Casos como este, que son infracciones directas de las bases de los derechos constitucionales en los Estados Unidos, no causan la menor protesta en el Congreso. Y reciben poca atención de la prensa: ni siquiera el 1% de la cobertura que se le da al caso de Laci Peterson, que la prensa le vende al público estadounidense como si fuera una radionovela barata.

Y por fin está la guerra contra Irak y la evidencia creciente e irrefutable que el gobierno de Bush lanzó la guerra usando falso pretextos—las armas (para la destrucción de masas) que no existen—para beneficio de las mismas empresas e instituciones financieras que lo pusieron en la Casa Blanca.

Los comentaristas de la prensa sostienen que a los ciudadanos de los estados Unidos no les importa si se les mintió o si los soldados del país están matando y muriendo a diario en nombre de intereses que han sido escondidos del público.

Eso es mentira. Ese engaño intencional para lanzar esta guerra ha causado la ira popular. La clase obrera está enojada porque sus jóvenes en uniforme están siendo sacrificados para que las empresas y los conglomerados petrolíferos como Halliburton, quienes están íntimamente vinculados a los elementos empresariales criminales que dominan a la Casa Blanca y al Pentágono, puedan apoderarse de las riquezas de Irak y convertirlas en ganancias.

Pero el actual sistema político no la da ninguna salida a esta cólera, la cual no se expresa ni en la campaña impotente de los esperanzados candidatos del Partido Demócrata que desean salir postulados para la presidencia, ni en ningún sector de la prensa, que las empresas controlan.

Razones objetivas le dan ímpetu a la frigidez de la vida política y a la manera en que a la prensa de los Estados Unidos se le ha tapado la boca. Al mismo tiempo, el sistema político del país está casi exhausto, lo cual también tiene un significado profundamente objetivo.

La polarización social entre la riqueza y la pobreza en los Estados Unidos ha aumentado tan increíblemente que no existe una sola cuestión política seria sobre la cual se puedan unir los intereses de la clase gobernante y la gran mayoría del pueblo trabajador.

Estadísticas publicadas recientemente por la Oficina de Rentas Internas muestran que sólo 400 individuos actualmente reciben, en conjunto, ingresos de $70 billones. Durante la última década, la tasa de ingresos de esta aristocracia obscenamente rica ha sido 15 veces mayor que la tasa de ingresos del 90% menos rico de la población. El ingreso promedio de los que están en la cima fue $175 millones; o sea, 6,400 veces más que el promedio anual ($27,000) de nueve de cada diez estadounidenses.

Estas estadísticas son consecuencias de la política llevada a cabo durante las dos décadas antes que el segundo gobierno Bush se instalara en la Casa Blanca. Las enormes reducciones en las rentas internas que este gobierno y el Congreso han puesto en práctica sólo acelerará esta tendencia. En tanto, los fondos del gobierno—para la salud, la educación, la vivienda y todos los otros servicios para la gente trabajadora y los pobres—han de agotarse.

El sistema actual de dos partidos—ambos completamente subordinados al enriquecimiento de una pequeña élite privilegiada—es incapaz de expresar, aún de manera distorsionada, los intereses de la mayoría del pueblo trabajador de los Estados Unidos. Por consiguiente, su utilidad para mediar los conflictos sociales del país ha llegado a su fin. Aquellos que hoy día consideran que el Partido Demócrata es el vehículo adecuado para llevar a cabo reformas sociales importantes son pocos y esparcidos. No se han tomado medidas de esta índole durante las últimas tres décadas; y las que estaban en existencia han sido gravemente comprometidas.

No es que los círculos gobernantes de los Estados Unidos todos piensen igual. Amargas diferencias existen detrás de las cortinas. Pero la preocupación es que pronto podrían perder el control si los temas que los dividen se debaten en público. Los que se encuentran en la cima de la sociedad están bien conscientes de que están aislados y de la precaria situación de las fortunas que han acumulado. Viven con miedo, con gran sentido de culpabilidad, de que cualquier tema político que se investigue seriamente resultará en revelaciones horribles acerca de la corrupción y criminalidad que los hará caer. Apoyan, pues, todo esfuerzo para excluir a las masas de la política.

Pero ello no significa que la ira y las frustraciones profundas que millones de estadounidenses sienten—y que no pueden expresar a través de los partidos principales o los órganos de prensa—han dejado de existir. Siempre que ninguna de las instituciones en existencia les permita expresar sus sentimientos, buscarán otras vías inesperadas. La clase gobernante no puede mantener la olla de presión tapada para siempre. Las masas entrarán en la política se les permita o no.

La negativa del sistema político en sacar al aire todas estas diferencias no significa que el agudo conflicto entre intereses sociales ha desaparecido. Más bien indica que el mismo sistema está tambaleándose al borde del precipicio. Aún cuando al conflicto se le trate de suprimir, más temprano que tarde conducirá a levantamientos explosivos y revolucionarios.

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