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Catedráticos universitarios se declaran a favor de la guerra y muestran su política reaccionaria y charlatanería intelectual

Por David North
12 Marzo 2002

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Un grupo reaccionario de 60 catedráticos universitarios y peritos en la política pública, que ejercen bastante influencia en los ámbitos gubernamentales y de la prensa, acaban de publicar una declaración titulada, “Por qué estamos en guerra: carta desde los Estados Unidos”. [1] Presuntamente, los autores han querido presentar una defensa filosófica y moral de la “guerra contra el terrorismo” que el gobierno de Bush ha emprendido, pero sólo logran desenmascararse de manera devastadora a sí mismos con su hipocresía, falta de honestidad y aversión a los derechos democráticos fundamentales.

Los firmantes incluyen, entre otros, el ex senador federal, Patrick Moynihan, quien actualmente enseña en la Universidad de Syracuse; Francis Fukuyama, de la Universidad de Johns Hopkins; Samuel Huntington y Theda Skocpol de Harvard; y Michael Walzer de Princeton.

El Washington Post ha descrito a estos signatarios—y a los demás que añadieron sus firmas a la declaración—como “intelectuales de vanguardia”. Si esto es lo que son, entonces la vida intelectual en los Estados Unidos ha decaído a un nivel horrible, pues la carta se destaca por sus falsedades y chapucerías. [2]

A medida que la carta se lee, surgen ciertas preguntas: “¿Por qué fue escrita?” y “¿Cuál era el público que tenía en mente?” En estos Estados Unidos, en el que el establecimiento político le ofrece apoyo unánime a las posturas pro bélicas del gobierno y en el cual es casi imposible encontrar siquiera una crítica periodista al militarismo estadounidense, ¿qué necesidad existe que “académicos poderosos” lancen una declaración especial en apoyo de la guerra? Hasta el Washington Post muestra confusión cuando nota que “Puesto que sectores populares de los Estados Unidos están de acuerdo con el tema principal de la carta—que los Estados Unidos está justificado en usar la fuerza militar luego del 11 de septiembre—sus objetivos, y el público a quien va dirigida, nos están muy claros”.

Hay que concluir que los firmantes presienten y temen—quizás porque se basan en sus encuentros con estudiantes en las salas de cátedras—que la opinión pública en apoyo de la guerra no es tan unida y sólida como la prensa la pinta. A pesar de una propaganda enorme y desenfrenada, los firmantes aparentemente sienten que el gobierno y la prensa hasta ahora han fracasado en presentar una lógica deslumbrante que respalde las acciones del gobierno de Bush.

Pero la carta no le añade nada nuevo de importancia a la propaganda pro guerra del gobierno. Más bien, acepta sin crítica la política del gobierno—es decir, que la guerra se está llevando a cabo para salvar a los Estados Unidos y a la civilización contra el terrorismo. La carta quiebra los requisitos más elementales para el debate serio, pues no hace lo menor para poner a prueba la validez de su propuesta. Recurre a posturas moralistas para santificar las acciones de los militares estadounidenses.

El título de la carta abierta, “Por qué estamos luchando”, trata de evocar el famoso documental propagandista que el gobierno de Roosevelt auspició durante la Segunda Guerra Mundial, “Por qué luchamos”. Pero la semejanza entre los dos no va más allá del título. No hay que ser partidario del gobierno de Roosevelt, ni apologista de los intereses imperialistas que impulsaron a los Estados Unidos a participar en la Segunda Guerra Mundial para reconocer que “Por qué luchamos” tenía cierta importancia artística y política. Dirigida por Frank Capra, esta serie, compuesta de siete documentales, trató de advertirle al público de los peligros que el movimiento político fascista planteaba.

“Por qué luchamos” tomó al público en serio. Consciente de los sentimientos anti bélicos (aislacionistas y anti imperialistas) que existían en el país, sus productores vieron la necesidad de entablar su caso a favor de la guerra con cierta credibilidad intelectual; la presentaron como una lucha de la democracia contra el totalitarismo que superaba el sensacionalismo y la propaganda. Dentro de los límites establecidos por el liberalismo de la política del Nuevo Trato, la película explicaba como el fascismo había surgido y la Segunda Guerra Mundial originádose. Explicaba los puntos esenciales y los sucesos con cierta precisión política, histórica y social de los cuales los autores de la carta no son capaces.

En oposición al documental de Capra, la carta de estos académicos no tiene nada que decir acerca del fondo político e histórico de la guerra en Asia Central, para no decir nada de los beneficios económicos que encuentran su expresión en la política del gobierno de Bush. Más bien, los autores eligen basare su defensa de la guerra en “cinco verdades elementales comunes a todos los pueblos sin diferencias”.

Estas verdades, que provienen de fuentes tan diversas como las Naciones Unidas, Aristóteles y el Papa Juan Pablo II, son: 1) “Todos los seres humanos nacen libres, tienen dignidad y tienen igualdad de derechos”; 2) “El eje de la sociedad es el ser humano; el papel legítimo del gobierno es proteger y fomentar las condiciones que permitan el progreso de la humanidad”; 3) “Es natural que los seres humanos deseen buscar la verdad acerca del propósito y el objetivo de la vida”; 4) “La libertad de consciencia y adoración religiosa son derechos inviolables del ser humano”; 5) “Matar en nombre de Dios es contrario a la fe en Dios y es la peor traición al universalismo de la fe religiosa”. Proceden entonces a afirmar que los Estados Unidos “lucha por defenderse a sí mismo y a estos principios”. Por lo tanto, los Estados Unidos lucha una “guerra justa”. ¡Qué simple es la vida!

Pero aún si aceptáramos la legitimidad de un debate acerca la “guerra justa” basada en semejantes abstracciones, anti historicismo y moral dudosa, no sería difícil mostrar que los Estados Unidos a diario infringe todos estos principios en su política internacional y en el interior.

* Todos los seres humanos nacen libres, tienen dignidad y tienen igualdad de derechos: las relaciones sociales actuales que prevalecen en los Estados Unidos, en las cuales una riqueza enorme se concentra en un pequeño sector de la población, se burla de este precepto. El mayor factor que determina los derechos sociales y calidad de vida del individuo en los Estados Unidos es el ingreso de la familia en la que uno nace. Y más allá de las fronteras del país, los intereses que el imperialismo estadounidense defiende pone en relieve las condiciones de pobreza y escualidez en la que viven cientos de millones de personas.

* El eje de la sociedad es el ser humano; el papel legítimo del gobierno es proteger y fomentar las condiciones que permitan el progreso de la humanidad” Este no es un principio a que los Estados Unidos se atiene. Desde el punto de vista práctico, y hasta cierto punto del legal, el “eje de la sociedad” no es el “ser humano”, sino las empresas privadas. En el contexto de las relaciones sociales que existen en los Estados Unidos, las acciones del gobierno para “fomentar las condiciones que permitan el progreso de la humanidad” sólo significa aumentar a lo máximo la riqueza personal de la pandilla de cleptómanos que, enloquecidos por el dinero, dominan las empresas estadounidenses.

* La libertad de consciencia y adoración religiosa son derechos inviolables del ser humano: Hasta el punto en que esto se refiere a un verdadero respeto por la libertad de expresión, la política de los Estados Unidos, tanto en el interior como en su exterior, más y más se dirige a la supresión abierta de los derechos democráticos. La “libertad de adoración religiosa” sólo le interesa al gobierno de los Estados Unidos cuando ésta ofrece la oportunidad para fomentar el oscurantismo anti científico y socavar la separación del estado y la iglesia que la Constitución exige. [3]

* Matar en nombre de Dios es contrario a la fe en Dios y es la peor traición al universalismo de la fe religiosa: Este precepto, como todo estudio serio de la historia de la religión demuestra, es una propuesta imposible. La violencia sectaria, si no existen poderosas garantías democráticas, es la consecuencia inevitable de la “fe en Dios”. Pero dejemos este punto menor a un lado: si en realidad los autores de la carta abierta hubieran creído al pie de la letra en la política del gobierno de Bush, habrían añadido el siguiente codicilo: “Excepto cuando el asunto tiene que ver con los cierres de las clínicas para el aborto en los Estados Unidos o la defensa de dictaduras derechistas en el extranjero”.

La carta procede entonces a enumerar los “valores estadounidenses” que expresan “las verdades elementales” mencionadas. Los autores sugieren que esto es la clave para descubrir las razones de aquellos que atacaron a los Estados Unidos el 11 de septiembre. Preguntan: “¿Por qué somos nosotros el blanco de estos ataques? ¿Por qué aquellos que pueden matarnos quieren matarnos?”

Vale la pena examinar estas preguntas. Se podría empezar con un análisis de las interferencias de los Estados Unidos en Afganistán durante el último cuarto de siglo—comenzando con la decisión del Presidente Jimmy Carter y su asesor de seguridad nacional, Zbigniew Brzezinski, para incitar y armar a los fundamentalistas islámicos contra el régimen pro soviético—y las consecuencias tan horribles para el pueblo de ese país. Se podría seguir con un análisis de la política de los Estados Unidos en todo el Medio Oriente durante el último medio de siglo, la cual ha concentrado sus esfuerzos en mantener control de las fuentes de petróleo. Un debate acerca de la política y acciones de los Estados Unidos en el Medio Oriente por obligación tendría que examinar: 1) el golpe de estado de 1953 en Irán que, bajo los auspicios de la CIA, destruyó el régimen izquierdista de Mossadeq y restauró al poder la dictadura del Shah; 2) la invasión del Líbano por los Estados Unidos en 1958; 3) el enorme armamento de la nación israelí y la indiferencia insensible a las aspiraciones democráticas del pueblo palestino; 4) el apoyo económico, militar y político a la monarquía absolutista y semi feudal de la Arabia Saudita; 5) el bombardeo de Beirut por buques de guerra estadounidenses en 1983; 6) el lanzamiento de la guerra contra Iraq en 1991 y las sanciones impuestas luego que han resultado en la muerte de varios cientos de miles de personas. Un análisis honesto de las fuentes que han engendrado este odio hacia los Estados Unidos tendría que examinar estas cuestiones y muchas otras.

Pero no es el acto de autocríticas políticas lo que los autores tienen en mente. Aunque están dispuestos a admitir que los Estados Unidos tienen sus fallas, éstas son descritas en los términos más vagos y generales posibles: “A veces nuestra nación ha seguido una política injusta y errónea. Frecuentemente nuestro país no sabido como practicar sus ideales”. ¿Pero cómo? ¿Cuándo? La carta no dice. Las únicas flaquezas a las que los autores se refieren son las que a menudo sirven de blanco para los moralizantes de la derecha cristiana: “El consumo como modo de vida...La debilitación del matrimonio y la vida familiar”. [4] De todo modo, desde el punto de vista de los autores, los sucesos del 11 de septiembre no fueron reacciones a “alguna política o conjunto de prácticas políticas”. Más bien, aquellos que llevaron a cabo el ataque lo hicieron a causa de “ quienes somos nosotros”.

Esto hace que los autores se pregunten: “Entonces bien: ¿quiénes somos nosotros?” Las respuestas, sacadas de los panfletos de la derecha cristiana, se basan en premisas religiosas que son fundamentalmente contrarias a los derechos democráticos esenciales de la Constitución de los Estados Unidos. Tenemos que enfatizar que los Estados Unidos no consiste de un “nosotros” tal como lo sugieren los autores de la carta abierta. La misma idea que una identidad estadounidense común existe basada en normas éticas y preceptos morales universalmente aceptados—y que, a fin de cuentas, se basan en la religión—no pueden ser reconciliados ni con la Constitución ni con la evolución histórica de los derechos democráticos. Cuando los autores declaran que rechazan el “laicismo ideológico”, a lo que realmente se refieren es a la doctrina constitucional de la separación del estado y la iglesia. Al usar “ideológico” como adjetivo, sugieren que el laicismo no es más que una opinión como otra cualquiera, hasta quizás una novedad, pero en realidad éste firma las bases de todo lo que es históricamente progresista en los principios democráticos burgueses.

El progreso del pensamiento democrático estadounidense—de la teocracia en la Colonia de la Bahía en Massachussets a la república democrática burguesa que emergió de la Guerra Revolucionaria—encontró su expresión legítima en la destrucción de la idea que sociedad se basa en la unidad ética, lo que define el pensamiento religioso. Tal como lo explicara un historiador de la jurisprudencia estadounidense:

Luego de la revolución lo que esencialmente ocurrió no fue que la inmoralidad aumentó significativamente, sino que la noción que existía antes—que el gobierno tenía el deber de vigilar y hacer cumplir la moralidad— comenzó a desvanecerse. A través del tiempo, sin embargo, al gobierno abandonar el papel de gendarme de la moral, la idea que toda la humanidad tenía que obedecer la misma ética moral sufrió un golpe mortal...Se desarrolló, pues, el abandono de una ética moral absoluta dictada por una institución única en la cual todos los habitantes de la comunidad estaban obligados a participar y a adoptar un conjunto de valores éticos distintos que ciertas organizaciones diferentes representaban y en las cuales los individuos libremente elegían participar.[5]

Los autores de la carta le hacen caso omiso a esta evolución democrática y afirman que “Lo mejor que los Estados Unidos tiene es que trata de ser una sociedad en las que la fe y la libertad pueden acoplarse, la una elevando a la otra (énfasis nuestro). Pero esto es una interpretación errónea de los principios constitucionales básicos. Los Estados Unidos no es una semi teocracia en la cual la libertad política se mantiene viva debido a la religión. La libertad política es un derecho democrático que no necesita basarse en la religión; sin embargo, el derecho a practicar la religión que uno escoja—si es que el individuo se adhiere a alguna religión—depende de fundamentos políticos democráticos bien definidos. [6]

Los autores son deshonestos en la manera que presentan sus argumentos. No declaran abiertamente su filosofía y programa político. No les concierne la defensa de la libertad de religión dentro del contexto más general de la defensa de los derechos democráticos. Su ataque contra el “laicismo” tiene como objetivo la expansión de la influencia religiosa en los Estados Unidos y la reducción de los derechos democráticos.

Al distorsionar la relación entre “la fe” y “la libertad”, los autores entonces hacen la siguiente pregunta: “Durante el Siglo XXI, ¿qué nos ayudará a reducir la mala fe, el odio y la violencia basados en la religión?” Debido a que se oponen al laicismo democrático—el cual encuentra su expresión en la rígida separación entre la iglesia y el estado—la respuesta que dan es profundamente reaccionaria: “Profundizando y renovando nuestro aprecio a la religión al reconocer que la libertad de religión es un derecho elemental de los pueblos de todas las naciones”. Esta solución es totalmente errónea. Toda una vasta experiencia histórica ha demostrado que la oposición más efectiva contra la violencia sectaria y regional basada en la religión es la defensa de los principios democráticos del laicismo y la lucha por eliminar, lo más que se pueda, la influencia reaccionaria de la religión sobre la vida política pública.

La afirmación que el ataque del 11 de septiembre no fue provocado por la oposición a la política específica de los Estados Unidos, sino por el odio hacia los principios morales que, según sostienen los autores, forman las verdaderas bases de la identidad estadounidense lógicamente conducen a conclusiones políticas que justifican la represión interna. Después de todo, si los enemigos extranjeros de los “valores estadounidenses” están preparados para atacar al país, ¿no se encuentra la nación también bajo la amenaza de aquellos—ciudadanos y no ciudadanos—que, dentro de sus propias fronteras, parecen rechazar estos valores? Las ideas tienen su propia lógica, y la que los autores de la carta abierta presentan inexorablemente conduce no sólo a la justificación de la guerra, sino también de la represión interna.

La última sección de la carta trata de presentar el caso que los Estados Unidos actualmente participa en una “guerra justa”. Los autores comienzan admitiendo que “todas las guerras son horribles y, a fin de cuentas, representan el fracaso humano”. Pero, por otra parte, “hay tiempos cuando moralmente se permite—y es moralmente necesario—lanzar guerras como reacción a trágicos actos de violencia, odio e injusticia. Este es uno de esos tiempos”.

Tratar de justificar las guerras imperialistas basadas en valores morales más elevados es tan antiguo como el imperialismo mismo. Vale la pena recordar que los Estados Unidos siempre ha invocado a la moralidad para justificar sus aventuras imperialistas. Como el profesor William R. Keylor (que no fue de los signatarios) observó en su excelente tomo, El mundo del Siglo XX:

La defensa de los intereses estratégicos y económicos de los Estados Unidos, particularmente en el Caribe y por lo general en toda Latino-américa, siempre ha sido justificada, como a menudo ha sido el caso con la política exterior de los Estados Unidos, con principios que retumban de moralismo. [7]

Al recurrir a la moral abstracta, los autores de la carta abierta esencialmente continúan esta antigua manera de actuar. En vez de analizar “los intereses estratégicos y económicos” que determinan la política extranjera del gobierno de los Estados Unidos, los autores se sitúan en las nobles alturas de lo que ellos llaman el “análisis moral”. Específicamente rechazan el concepto que “la guerra es esencialmente una condición donde la necesidad y el interés propio reinan...”

Desgraciadamente para los autores, sus posturas morales son socavadas por lo que individuos importantes que determinan la estrategia mundial de los Estados Unidos han escrito. El profesor John Mearsheimer, asesor de bastante influencia con los gobiernos de los ex presidentes Reagan y Bush [padre], ha notado que “las declaraciones de los ámbitos políticos de importancia tienen un sabor pesado al...moralismo”, el cual “los académicos estadounidenses tienen mucho talento para promover...” Entonces añade lo siguiente:

Detrás de puertas cerradas, sin embargo, estos ámbitos que forman la política de seguridad nacional se expresan principalmente con el lenguaje de la fuerza, no principista, y los Estados Unidos actúa en el sistema internacional según los requisitos de la lógica realista. Esencialmente existe un abismo entre la retórica pública y la manera verdadera en que los Estados Unidos conduce su política extranjera. [8]

Un ejemplo del “lenguaje de la fuerza” y los “requisitos de la lógica realista” lo da el mencionado Zbigniew Brzezinski con una carencia de tacto admirable. Hace 25 años que éste instigó la intervención catastrófica de los Estados Unidos en Afganistán y desencadenó los eventos que culminaron en la tragedia del 11 de septiembre, 2001, y sus consecuencias aún más sangrientas.

Tal como Brzezinski admitiera hace ya varios años, el gobierno de Carter le mintió a su propio pueblo estadounidense y al mundo cuando sostuvo que los Estados Unidos solamente había intervenido en Afganistán luego que la Unión Soviética lo invadiera en diciembre, 1979. Se debería recordar que Carter lanzó una campaña propagandista enorme para pintar a la intervención estadounidense en Afganistán como una defensa de los “derechos humanos” contra la agresión soviética. Esta campaña agresiva incluyó la decisión de boicotear las Olimpíadas de verano de 1980, las cuales se iban a celebrar en Moscú.

Pero ahora resulta que Carter había firmado una orden secreta el 3 de julio, 1979, casi seis meses antes de las tropas entrar en Afganistán, para dar apoyo cubierto a los islámicos radicales que se oponían al régimen pro sovietico en Kabul. En enero del 1998, el periódico francés Le Nouvel Observateur entrevistó a Brzezinski, quien declaró que le había informado a Carter que si esa orden se ponía en práctica iba a ocasionar una reacción violenta por parte de los soviéticos, lo cual era exactamente lo que el gobierno de Carter quería. Cuando Le Nouvel Observateur le preguntó a Brzezinski si, en vista de todo lo sucedido en Afganistán, él tenía algún remordimiento, éste respondió:

¿Remordimiento de qué? Esta actividad secreta fue una buena idea. ¿Usted quiera que yo sienta remordimiento cuando esta acción causó que los sovieticos cayeran en la trampa afgana? El día que los sovieticos cruzaron la frontera, yo le escribí al Presidente Carter: Ahora tenemos la oportunidad de regalarle a la URSS su propia Guerra de Vietnam. Y la realidad fue que por casi diez años Moscú tuvo que llevar a cabo una guerra que su mismo gobierno no podía respaldar; un conflicto que resultó en la desmoralización y, por fin, en el desplomo del imperio soviético.

Además de desestabilizar a la URSS, Brzezinski respaldó la ayuda militar y económica a los mujajiddin para poder alcanzar lo que él consideraba que era el objetivo fundamental de largo alcance de los Estados Unidos: establecer una presencia dominante en Eurasia. El colapso de la URSS inmediatamente transformó a esta perspectiva de largo plazo en misión urgente. Su realización, Brzezinski por largo tiempo ha insistido, es la clave para garantizar el dominio estadounidense del globo terráqueo. Tal como él explica en su libro El gran tablero de ajedrez, publicado en 1997, Eurasia es “el tablero de ajedrez en el cual la lucha por la primacía continúa haciendo sus movidas, y esa lucha tiene que ver con la estrategia global; es decir, con la dirección estratégica de los intereses geopolíticos”. [9] El lenguaje que usa no deja ninguna duda acerca de la importancia que le da al dominio estadounidense de esa vasta región:

Para los Estados Unidos, el premio mayor de la política global es Eurasia. Por medio milenio, los poderes y pueblos euroasiáticos, quienes luchaban entre sí para dominar la región y establecerse como poderes mundiales, dominaron los asuntos mundiales. Ahora un poder no euroasiático es el que domina en Eurasia: los Estados Unidos, cuyo dominio del mundo depende directamente de cuanto tiempo y con que eficacia esa preponderancia sobre el continente euroasiático se pueda sostener. [10]

Brzezinski identifica una gran obstáculo a la puesta en acción de las ambiciones imperiales de los Estados Unidos: la falta de apoyo popular para un programa de conquista mundial. Los Estados Unidos, escribe él, “es demasiado democrático en sus asuntos internos para ser autocrático en el extranjero. Esto restringe el uso del poder estadounidenses, sobretodo su capacidad para la intimidación militar. Nunca antes ha alcanzado una democracia popular la supremacía internacional”. [11] Solamente bajo circunstancias excepcionales podrían los gobernantes de los Estados Unidos alentar “las pasiones populares” que la búsqueda del poder requiere. Circunstancias de esta índole, según Brzezinski, “presentarían una amenaza o dificultades repentinas a la tranquilidad del pueblo en el interior del país”. [12] Para aquellos que han tenido serias dudas acerca de como fue posible que toda la vasta estructura de espionaje de los Estados Unidos se encontraba roncando la mañana del 11 de septiembre, vale la pena contemplar el profundo significado que las palabras de Brzezinski ofrecen.

No hay nada particularmente extraño acerca de los escritos de Brzezinski y Merasheimer. Existen innumerables documentos que los centros intelectuales académicos y agencias gubernamentales producen—muchos de ellos asequibles en el internet—en los cuales se detallan los planes y ambiciones imperialistas de los Estados Unidos. La enorme importancia que el gobierno estadounidense e importantes sectores de la enorme importancia que el gobierno estadounidense e importantes sectores de la élite capitalista le dan a las reservas de petróleo y gas natural de la región caspia no es un secreto. Pero los autores de la carta abierta simplemente ignoran todo esto. Tratan de disolver todos los temas concretos de la historia, la política y la economía en neblinas etéreas de clichés moralistas. Pero en realidad lo que vemos aquí no es la ignorancia o la inocencia, sino la falta de honestidad y el cinismo. Ignoran, o cínicamente tratan de justificar, las contradicciones sumamente evidentes entre sus exhortaciones moralistas y el papel que los Estados Unidos juega en los asuntos mundiales reales.

Por ejemplo, proclaman que “las guerras no pueden lucharse legítimamente contra los peligros insignificantes, dudosos o cuyas consecuencias son inciertas, o contra peligros que razonablemente pueden mitigarse por medio de la negociación, evocando la razón, la persuasión de otras partes, u otros métodos no violentos”. En el caso de la guerra actual, los Estados Unidos rotundamente rechazó negociaciones con el gobierno afgano. A medida que se prepara para irse en guerra contra Iraq, el gobierno de Bush habló bien claro: no será restringido por ninguna objeción, aún de sus aliados internacionales más íntimos y mucho menos de los reglamentos de las Naciones Unidas. Para resolver la contradicción entre sus exhortaciones moralistas y la política del gobierno, los autores recurren a la sofistería [al sofisma?]:

Varias personas sugieren que el requisito de “último recurso” para llevar a cabo una guerra justa—esencialmente el requisito para investigar todas las alternativas razonables y lógicas a la fuerza—no se satisface hasta que el uso de armas haya sido aprobado por una organización internacional reconocido, como las Naciones Unidas. Esta propuesta presenta una problemática. En primer lugar, es nueva; desde el punto de vista histórico, los teóricos de la guerra justa no han aceptado la aprobación de un organismo internacional como criterio de la guerra justa. En segundo lugar, bien se puede debatir que un organismo internacional como las Naciones Unidas esté en condiciones para ser el juez final y mejor en cuanto a cuando, y bajo cuales circunstancias, se puede justificar recurrir a las armas; o si los intentos de ese organismo en hacer cumplir sus dictámenes inevitablemente pondría en peligro su obra humanitaria.

A pesar sus referencias presuntuosas a jus ad bellum (justicia en declarar guerra), jus in bello (justicia en hacer guerra) y jus post bellum (justicia en terminar la guerra), la teoría de la guerra justa referida en la carta abierta compagina muy bien con la política unilateral del gobierno de Bush y las misiones estratégicas que el Pentágono ha planeado.

Toda la lógica de los autores referente a la guerra justa está llena de contradicciones y falta de consistencia que quieren justificar o resolver con fórmulas que salven las apariencias. Proclaman que “Una guerra justa solamente se puede llevar a cabo contra los combatientes”. Se esmeran para usar fórmulas que inequívocamente condenan las acciones de los terroristas que matan a civiles estadounidenses, pero dejan el campo bastante abierto como para darle a los militares estadounidenses suficiente libertad de acción. Nuestros Poncios Pilatos modernos, pues, inventan una escapatoria que permite que, “bajo ciertas circunstancias y dentro de un marco estrictamente limitado acciones militares que pueden resultar en la muerte y heridas no intencionales—pero sí predecibles—de varios combatientes”.

Este palabrerío es bastante vago. ¿Qué significan por “un marco estrictamente limitado”? ¿Cuántas bajas civiles son aceptables dentro del parámetro definido por la expresión, “varios combatientes”? Los autores declaran que "La matanza de personas no combatientes, desde el punto de vista de la moral, no se puede aceptar como objetivo en vigor de la acción militar”. ¿Qué significa “objetivo en vigor”? ¿Este término se refiere a las afirmaciones subjetivas para la satisfacción propia de los que planean la misión o a las consecuencias objetivas predecibles de alguna misión en particular? Los Estados Unidos e Inglaterra causaron la muerte de por lo menos 100,000 personas en el bombardeo incendiario de Dresde [Alemania] en 1945. Por lo menos tantos también murieron en el bombardeo incendiario contra Tokio tres semanas después. En agosto, 1945, los Estados Unidos lanzó bombas atómicas a Hiroshima y a Nagasaki que terminaron en la muerte de aproximadamente 200,000 individuos. En Vietnam se calcula que la cantidad total de muertes causadas por los Estados Unidos durante diez años de guerra llega a los dos o tres millones. Todavía no se sabe la cantidad de civiles iraquíes y serbios que los Estados Unidos mató durante la última década. ¿Violaron los límites morales, que la carta abierta tan vagamente ha definido, las circunstancias de las muertes causadas por las acciones militares de los Estados Unidos? Y si es que fue así, ¿cuál sería el castigo adecuado para aquellos responsables de estas muertes? Los autores de la carta abierta le hacen caso omiso a estas cuestiones. Cuando el asunto tiene que ver con la valoración de las acciones de los Estados Unidos—en el pasado y actuales—la brújula moral de los autores se traba. [13]

La carta pone en relieve el degradado nivel al cual ha llegado la vida intelectual actual de los Estados Unidos. Es vergonzoso que a la lógica vulgar y especiosa [especulativa?] de la derecha política y a sus apologistas académicos no se le responda o desafíe. Existen muchos académicos bien formados, especialistas en varios campos de las ciencias sociales, que están muy conscientes que la propaganda pro bélica del gobierno de Bush es una pila de mentiras. Muchos de ellos, si quisieran, podrían hacer añicos la lógica de Moynihan, Skocpol y sus colegas. Pero se quedan cabizbajos y callados. Así Contribuyen al ambiente de política reaccionaria y atraso general que predominan en los Estados Unidos.

Pero esto también encontrará su fin. Los mismos—mucho antes de lo que piensan—sacudirán a la sociedad, alentando sus deseos por, y capacidad para, el pensamiento serio.

Notas:

1. Esta declaración ha sido publicada en
http://www.propositionsonline.com/Fighting_For/fighting_for.html#Signatories

2. Un índice de la calidad general de la carta es su referencia a Lincoln como el “décimo” presidente de los Estados Unidos. No, damas y caballeros de la academia, John Tyler fue el décimo presidente; asumió el poder al morir William Henry Harrison en abril, 1841. Abraham Lincoln, como se supone que una vez todo estudiante sabía, se inauguró como el decimosexto presidente en marzo, 1861. ¡Sesenta intelectuales de “alta calidad” firmaron este documento sin darse cuenta de esta risotada!

3. Debería recordarse que el candidato Demócrata a la vice presidencia durante las elecciones del 2000, el Senador Joseph Lieberman, proclamó que la Constitución de los Estados Unidos solamente garantizaba la libertad de practicar la religión, pero no la libertad de librarse de ella.

4. Significativamente, los autores no incluyen en su lista de fracasos nada que tenga que ver con la estructura social en existencia de los Estados Unidos; es decir, las grandes desigualdades que existen en los ingresos; la extrema concentración de la riqueza; el nivel de pobreza; la desintegración de la malla que provee seguridad social; la falta de atención médica para grandes sectores de la población y el aumento en el costo de ésta; el maltrato general con que los patronos tratan a sus empleados; la carencia total del control democrático de las condiciones de trabajo; la vasta corrupción de los regidores de las empresas; y etc. En virtud de su filosofía política y posición de clase, los autores de esta carta se muestran indiferentes, por no decir ciegos, ante la enorme desigualdad que predomina en los Estados Unidos.

5. William E. Nelson, La americanización de la ley consuetudinaria y el impacto del cambio jurídico sobre la sociedad del estado de Massachussets, 1760-1830 (Cambridge, 1975, pp. 111-12.

6. Los autores tratan de mostrar su teoría como la religión y la política se alientan la una a la otra al mencionar que los “ciudadanos recitan el Juramento de Alianza a ‘una nación bajo Dios'... "Pero el hecho es que las palabras del Juramento muestran que el papel de la religión en la vida política asume prominencia mayor durante períodos de reacción política y represión estatal. El autor del juramento—Francis Bellamy, socialista cristiano— originalmente lo concibió durante la década de los 1890 como expresión de ideales igualitarios y democráticos. Durante los años que siguieron, Bellamy trató, sin éxito, de oponerse a los cambios que le dieron al juramento un nacionalismo abierto. En cuanto a las palabras “bajo Dios”, éstas fueron integradas al juramento en 1954, durante el apogeo de la histeria anti comunista encabezada por el Senador Joseph McCarthy. (Para mayor información acerca del juramento, ver el artículo del Dr. John W. Baer, La historia corta, publicada en http://www.vineyard.net/vineyard/history/pledge.htm

7. New York, 1992, p. 6

8. La tragedia de la política de los grandes poderes, (New York, 2001), p. 25.

9. New York, p. xiv.

10. Ibid., p. 30

11. Ibid., p. 35-36

12. Ibid., p. 36.

13. Hace muchos años que uno de los autores de la carta abierta, Theda Skocpol, escribió Las naciones y las revoluciones sociales, tomo que le ganara su reputación. En el prefacio se refiere a su propio “periodo vívido de participación política” cuando era estudiante graduada de la Universidad de Harvard a principios de la década de los 1970. “Los Estados Unidos participaba en una guerra bestial contra la Revolución Vietnamita. A la misma vez, en el interior del país se daban movimientos contra la injusticia racial y que exigían el paro inmediato a la intervención militar en el extranjero; movimientos que desafiaban la capacidad para el bien y el mal de nuestro sistema político nacional. (Cambridge, 1979, p. xii). Sospechamos que a la Profesora Skocpol no le gustaría que le recordáramos estas palabras. Pero tomemos nota que varias de las personas claves que hoy día dirigen la política de guerra de los Estados Unidos—sobretodo Cheney y Rumsfeld—participaron en la dirección de una “guerra bestial” contra Vietnam.

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