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Asesinatos policiales despiertan el espectro de la dictadura
militar en Argentina
Por Rafael Azul
18 Julio 2002
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el autor
El asesinato estilo ejecución de dos jóvenes
desempleados durante una manifestación contra el desempleo
en Buenos Aires el mes pasado marca una nueva etapa en la lucha
de clases argentina. Ha despertado, una vez más, al espectro
de la dictadura militar.
Pruebas basadas en fotografías y videocintas claramente
muestran que las muertes de Darío Santillán y Maximiliano
Kosteki no fueron casualidades. Es posible que a Santillán
lo hayan fichado por haber participado en una confrontación
anterior. Cuando un oficial de la policía, acompañado
del jefe Franchiotti, de la policía de Avellaneda, se le
acercó a Santillán, éste estaba de rodillas
en la estación de trenes de Avellaneda, auxiliando al herido
Kosteki.
Una fotografía muestra a Santillán mirando a
los policías con el brazo derecho levantado. Gritaba, ¡No
disparen! ¡No disparen! Entonces comenzó a
correr. Los policías le dispararon a quemarropa en la espalda
y Santillán cayó mortalmente herido. Mientras el
joven agonizaba, los policías lo jalaron a la acera de
afuera y colgaron su cadáver contra una mesa con los pies
arriba y la cabeza abajo. Parecía grotesco trofeo. Las
autopsias revelaron que las múltiples balas de calibre
de 9 milímetros que la policía disparó le
habían acabado con las vidas de ambos hombres. Los policías
en ningún momento trataron de llamar a la ambulancia para
socorrer a los jóvenes.
Agentes secretos de la Policía Provincial de Buenos
Aires y de la Prefectura Naval, unidad casi militar encargada
de vigilar los puertos y las vías fluviales de Argentina,
participaron en el asesinato. Cintas de la manifestación
y los asesinatos también revelaron agentes secretos que
habían infiltrado las filas de los manifestantes. Estos
agentes provocadores rompieron ventanas y cometieron otros actos
de violencia antes de embestir a los otros manifestantes mientras
disparaban sus armas y hacían arrestos.
Durante las semanas anteriores, las autoridades del gobierno
habían preparado el ambiente político para estos
ataques. Habían advertido que elementos radicales entre
los manifestantes estaban organizando una insurrección
armada. Valiéndose de un lenguaje digno de las juntas militares
durante 1976-1983, Alfredo Afanosos, jefe de personal del presidente
Eduardo Duhalde, repetidamente acusó de fomentar el caos
en la Argentina a las organizaciones que participaron en las manifestaciones.
Estas acusaciones no fueron completamente nuevas. En enero,
las autoridades habían tratado de justificar la represión
contra las manifestaciones de trabajadores desempleados en el
norte de Argentina con las acusaciones descabelladas que los guerrilleros
colombianos habían infiltrado a sus agentes entre los obreros.
Desde entonces han ido aumentando las declaraciones de funcionarios
del gobierno respecto a que la policía federal tiene que
darle auxilio a la policía de las provincias. En más
de una ocasión, el jefe del estado mayor del ejército,
Teniente General Ricardo Brinzoni, ha indicado que el ejército
está preparado para actuar contra el desorden y la rebelión
social. En febrero, Brinzoni tuvo varios encuentros con líderes
del comercio argentino, asegurándoles que haremos
todo lo necesario para asegurar el orden.
Se han recibido informes que dirigentes del Partido Justicialista
(Peronista) ahora se encuentran abogando entre los militares para
que den un golpe de estado e instalen un régimen militar
o conviertan a Duhalde en el Fujimori argentino (presidente
peruano que disolvió el congreso y asumió poderes
dictatoriales en 1993). Cualquiera de las dos alternativas haría
cumplir la política de Fondo Monetario Internacional contra
la sociedad argentina.
Uno de los que aboga para que adopte una actitud fuerte
contra las manifestaciones es el ministro de relaciones exteriores,
Carlos Ruckauf, veterano político de la derecha peronista.
En 1975, éste firmó una orden que autorizó
a las fuerzas armadas a participar en la represión interna
para aniquilar la subversión; orden clave en
abrirle paso a la dictadura militar.
Como presagio inquietante, la represión militar del
miércoles incluyó la destrucción, a patadas,
de las oficinas del Partido Comunista/Izquierda Unida en Avellaneda,
donde la policía disparó numerosas balas de hule
a quema ropa, hiriendo a varias personas que se encontraban dentro.
Miembros del partido fueron arrestados. Esta redada se llevó
a cabo sin ninguna justificación jurídica y recordó
las tácticas de la represión salvaje impuesta por
la dictadura militar.
Funcionarios del gobierno de Duhalde parecen haber participado
con anticipación en los asesinatos policiales. Tres días
antes de la agresión, un juez federal la había advertido
al periodista Miguel Bonaso, de Página 12, que la
represión violenta de la manifestación en Puente
Pueyrredón se estaba preparando y que la policía
iba a usar balas reales. Esto indica que el gobierno había
aprobado la masacre de anticipo.
Durante la manifestación del 26 de junio, a medida que
los manifestantes se acercaban al Puente Pueyrredón, la
primera fila de la policía, compuesta de agentes federales
y provinciales, los dejó cruzar, efectivamente cerrándoles
el paso de retaguardia mientras se dirigían a la otra orilla
del puente, donde los esperaban los policías que eventualmente
los atacaron. Acorralados, los manifestantes se vieron obligados
a correr y tratar de escapar entre los cordones policiales, pero
la policía les disparó proyectiles de gas lacrimógeno
y balas de hule a quema ropa.
Por lo menos 170 manifestantes fueron detenidos, inclusive
muchos de los que habían sido heridos, y llevados a la
jefatura de policía de Avellaneda donde, según testigos
oculares, fueron golpeados y varios hasta torturados. Entre los
arrestados se encontraban 52 mujeres, siete de ellas en estado,
y 43 menores de edad.
Al principio, las autoridades de la policía provincial
de Buenos Aires y el gobierno no querían responsabilizarse
de las muertes, declarando que sólo habían disparado
balas de hule. La policía por cierto tiempo continuó
insistiendo que había detenido una insurrección
armada. Según esa versión de la realidad, fueron
los piqueteros mismo quienes habían usado balas mortíferas
en una lucha entre ellos mismos. Pero las fotografías que
aparecieron en los diarios de Buenos Aires claramente muestran
que Santillán fue ejecutado.
Cuando se descubrió que la primera historia oficial
fue mentira, el gobierno declaró que un grupo de policías
delincuentes que quería vengarse de su jefe, Alberto Franchiotti,
asesinó los jóvenes. Franchiotti y tres hombres
bajo su mando fueron arrestados por el homicidio. Esa explicación
también empezó a desboronarse, pues informes y fotografías
de prensa mostraron que las balas que mataron a Kosteki habían
provenido de la policía federal y no de los policías
de Franchiotti, que eran de la provincia. Videocintas también
muestran a los policías secretos disparándole a
los manifestantes.
Estas tropas vestidas de civiles, conocidos en el vernáculo
de la policía argentina como patotas, o sea, atracadores
callejeros, son descendientes directos de los destacamentos de
fuerza que fueron organizados para secuestrar, torturar, asesinar
y hacer desaparecer a los oponentes de la dictadura
militar durante la década del 70. Cintas de la confrontación
también muestran a los agentes vestidos de civiles recogiendo
sus cartuchos luego de disparar y así esconder que habían
usado balas de plomo.
Kosteki, de 23 años de edad, era artista y escritor
y miembro del Movimiento de Trabajadores Desocupados por dos meses.
Sufrió una herida mortal cerca de su corazón.
Santillán era partidario del Comité Coordinador
de desempleados Manuel Verón. Había estado muy activo
en su propio barrio, haciendo campaña política para
establecer una cooperativa de albañiles y reemplazar las
chabolas con nuevas estructuras de ladrillos. Su novia, Claudia,
pronto dará luz al hijo que procreó con él.
Santillán, por otra parte, recibió los disparos
en la espalda; las balas le perforaron una arteria. Igual que
Kosteki, se desangró a muerte.
La adopción de una línea despiadada por parte
del gobierno de Duhalde contra la protesta social está
muy vinculada a las negociaciones con el Fondo Monetario Internacional.
Ya el gobierno había dado indicios que no iba a tolerar
ninguna manifestación que le cerraban el paso a las carreteras
y a los puentes con barricadas. ¿Intención? Asegurarle
al FMI que es capaz de controlar la oposición popular a
su política económica.
La depresión de la Argentina empeora aún más.
Durante el primer trimestre de 2002, el producto interior bruto
[PIB] disminuyó mediante una tasa anual por encima del
16%. El mes pasado, el presidente del banco central, Mario Blejer,
renunció abruptamente, declarando que no iba a presidir
sobre otro round de superinflación, sobretodo cuando
se había predicho que el valor del peso iba a caer estrepitosamente
a 7 u 8 el dólar. Recientemente el peso había estado
el uno al dólar.
Es difícil exagerar lo que este debacle ha significado
para la clase obrera argentina. En poco más de un año,
la cantidad de argentinos que viven en la pobreza ha doblado.
Las cuentas de ahorro de la clase media ha perdido más
de 63 billones de pesos. Los bancos principales están al
precipicio de la bancarrota y a la depresión económica
no se le ve fin.
Asqueados por los asesinatos, miles de desempleados y sus partidarios
marcharon al palacio presidencial del 27 al 29 de junio, exigiéndole
fin al gobierno de Duhalde.
El 28 de junio, filas de manifestantes, provenientes de los
suburbios industriales que rodean a esta ciudad de seis millones
de habitantes, entraron en la Plaza de Mayo y desafiaron al despliegue
policial masivo. La policía arrestó 30 manifestantes,
imputándolos de cargar palos, piedras y cocteles molotov.
Las marchas fueron el apogeo de una huelga nacional de 24 horas
organizada por la Central de Trabajadores Argentinos, que es la
menor de las dos federaciones obreras.
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